Percibo el zumbido constante cuando apago la luz, cuando ajusto la alarma, y me envuelvo en la sabana. El ruido de mis ideas.
Como el taco en hora punta, o el reggaeton del cumpleaños. Ese volumen puro y psíquico solo puedo oírlo en la noche.
Los millones de estímulos recibidos, los veintitrés pacientes contenidos, los cientos de textos en el celular, todos, siendo clasificados en el tercer piso.
Y entonces me desvanezco, sumergido en el placer del amor, mientras imagino mi voz hablándome y mis manos acariciando mis huesos.
Miro mis manos agrietadas llenas de manchas y cordones. De cerca y de lejos no se parecen a mi. Recuerdo la era turgente arrastrando la misma escoba pero la belleza estaba la luz también.
Inspiro con fuerza el vacío, aquel que solía obviar. Busco en el aliento al viento perdido años atrás.
Mi mente y su angustia gris trepan grietas entre mis huesos me recuerdan el aire esquivo gastado en años de trapeado.
“El problema está en su mente” “El problema es su corazón” “El problema es el pulmón”
Yo no les creo. Yo pienso que es la vida, que ya no quiere entrar en mi. Le pido su energía, le suplico que no me lleve, pero no quiere oír.
Miro los callos de mis dedos y el piso brillante de viruta. Mi obra, mi condena, lo que queda del viejo cuerpo: un aliento que se escapa, un anhelo que no regresa y un suspiro que no se oye.